lunes, 29 de noviembre de 2010

Entre timbres de bicicletas

Son las 5 de la mañana. La carretera de camino al aeropuerto de Girona (aunque los que somos de aquí sabemos que realmente es Vilobí d’Onyar) está mojada y Laits ya tiene ganas de ir a dormir. Es pronto pero estamos más ilusionados que dormidos. Eindhoven queda lejos así que una vez bajamos del avión todavía tenemos un par de horitas para acabar de descansar y para observar el paisaje nevado.

En Amsterdam no podemos perder el tiempo, pasaremos pocas horas en la ciudad así que tenemos que estar receptivos. El equipo de viaje somos Guillem, yo, una mochila con ropa y algo de comida y dos muletas. Para reponer fuerzas tomamos un café latte en un bar lleno de borrachos ingleses y entramos al museo de la Heineken. La primera parada es productiva y después de pensar en verde, ver el proceso de producción de la cerveza y probar unas cuantas, paramos a comer en un parque de los alrededores del museo. Hace frío pero nos vamos acostumbrando al clima y en los ratitos dentro del tranvía aprovechamos para reponernos. Paseamos siguiendo los canales sin parar de mirar para no perdernos detalle. Las casitas, la gente, los coffe shops, las bicicletas, los gorritos de lana, el barrio rojo, la casa de Ana Frank, el barrio judío, las luces de navidad, las plazas, los olores, la música. Todo consigue que creemos un fin de semana distinto y que, sin decirnos nada, pensemos en cuál será nuestro próximo destino. Nos apartamos al escuchar el timbre de una bicicleta y con el ruido nos viene un nombre en la cabeza. Clink! Madrid.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Las amarguras no son amargas

En cada ciudad nos gusta tener un lugar en el que, por muy lejos que estés de casa, te parece estar cerca. Un lugar en el que te sientes arropado, un lugar en el que entras y no tienes que pedir qué quieres tomar, un lugar en el que te gusta sentarte siempre en el mismo sitio, un lugar en el que te gusta encontrarte con la misma gente, un lugar que, en definitiva, sientes un poco tuyo. Hoy os hablaré de mis lugares, los lugares que siento un poco míos de aquellas ciudades en las que he pasado cierto tiempo.

Mi lugar por excelencia es el Enrenou, conocido como El Pub. Seguramente es el que más aprecio porque es el que frecuento desde hace más tiempo. Desde pequeña iba con mis padres y ahora suelo ir con mis amigos, aunque es de los pocos lugares que me atrevo también a ir sola. Allí nos reunimos todos sin necesidad de tener que usar el teléfono para quedar. Escuchamos música, bebemos cerveza, vemos partidos, conversamos e intentamos arreglar el mundo a altas horas de la noche. El decorado y sus actores parecen no cambiar. Desde hace años sus sofás y taburetes están ocupados por la misma gente y detrás de la barra encuentras las mismas caras conocidas. Les conocemos y nos conocen y eso nos gusta.

Otro lugar, y ahora sí que me voy alejando es La Flor, un bareto antiguo del centro de Madrid. Durante dos años allí pasé más horas que en mi propia casa e hice cosas que jamás pensé que haría en la vida como seguir un partido del Real Madrid o ver una corrida de toros. Su propietario, Sebas, hizo que nos sintiéramos como en casa en cada una de nuestras visitas al salir de trabajar y que el bar fuera también un poco nuestro. Tenía a mi madre lejos pero él me preparaba suculentas tortillas de patata y se preocupaba de que comiera bien cada día. Angelito, Rafa, Carlitos, Javi, Diego (no siempre), Isabel, Lidia y algún espontáneo más solíamos ir a menudo a tomar una caña después de una dura jornada de trabajo y no podía evitar sorprenderme, aunque llevara ya dos años yendo, cuando me decían que tirara las servilletas en el suelo.

Alejándome más, y siguiendo con el curso de mi vida, para llegar al siguiente lugar tenemos que cruzar el charco. La ciudad es Nueva York y el lugar es El Globe. Todavía se me ponen los pelos de punta al pensar que en una ciudad con más de 8 millones de habitantes haya un sitio, un solo sitio, en el que entre sin que me pidan el DNI, me digan “Hello!” con cierta ilusión al verme y me sirvan, sin que la pida, una Stella Artois. También que pasadas las 12 de la noche pongan la canción “Don’t stop believing” y que la gente con ilusión la cante a gritos, mientras Alba me dé un golpecito con el codo y me recuerde que es mi canción. Los camareros del lugar son dos hermanos que nos hablan con acento irlandés y que se muestran entrañables y contentos al vernos allí, por lo menos, dos veces por semana.

Llagostera, Madrid, Nueva York y ahora toca Barcelona! Solo llevo 9 meses en la ciudad pero ya os puedo hablar de un lugar. Dicen que la rutina no es buena pero en vez de definirlo así yo hablaría de tener buenas costumbres. La de los habitantes de Aribau 139 es (aunque últimamente no la estamos cumpliendo a raja tabla) ir lunes y miércoles al bar Mediterráneo, un bar de música en directo de la calle Balmes. Allí un camarero simpático nos sirve una Heineken, un cantante/humorista nos promete líos de faldas y corbatas si aguantamos hasta las 3, un cantautor del país parece ser el único capaz de hacer cantar en catalán a una venezolana, un joven de ojos azules nos sorprende a todos con sus acordes y su voz, un músico transmite sus sentimientos con los ojos cerrados mientras la gente cuchichea que salió en televisión y, desde un rincón de la barra parece controlarlo todo el dueño... que de vez en cuando les da una lección a todos con una excelente actuación. Nosotros desde nuestra mesa repetimos sonrientes que las amarguras no son amargas cuando las canta Chavela Vargas y damos el último sorbo a nuestra cerveza.